Homenaje a los caídos - Por Hernán Cappiello - Enviado Especial -

Malvinas: la emoción les ganó a las diferencias

Los familiares tuvieron una cálida recepción.
Histórico viaje a las Islas Malvinas del primer contingente de argentinos que llegaron para rendir un cálido y emotivo homenaje a los caídos por la patria.

DARWIN, Islas Malvinas.?Cristian Ferreyra acaricia con el dedo enguantado el mármol negro donde resalta el nombre de su padre, Gerardo. Parece como si mirara por última vez al cabo que se hundió con el crucero General Belgrano cuando él tenía 5 años.

Llora en silencio debajo de un gorro de lana y una campera que no detiene el viento. Tiene 33 años, la misma edad que tenía su padre cuando murió en la guerra.

Es la primera vez que Cristian pisa la turba isleña para despedir, por fin, al "viejo". Llegó hasta aquí con el contingente de 107 familiares de los 649 caídos en la guerra que volaron hasta este rincón para inaugurar un cenotafio en el cementerio argentino en Malvinas.

Se trata de un histórico viaje, en el que los isleños civiles se sumaron a colaborar en la organización de la visita y el vicegobernador de la islas, Paul Martínez, y el comandante de la base militar británica, Gordon Moulds, se sentaron en primera fila junto con los familiares de los muertos, durante la misa que se celebró aquí.

El cura argentino Sebastián Combin, de la Parroquia Stella Maris, y el sacerdote católico de las islas, Peter Norris, dieron la misa juntos. La camaradería y la calidez de los isleños con los familiares de los muertos se hizo sentir. Hubo apretones de mano, sonrisas y esfuerzos de los malvinenses para chapurrear un castellano que buscaba contener tanto dolor.

Instalaron seis carpas con sillas, pusieron grandes termos con sopa de pollo y de tomate, y hubo café y té servidos en vajilla de porcelana, con cookies inglesas y muffins, que reconfortaban a los argentinos consumidos por un frío que el sol no alcanzaba a neutralizar. Hubo marinos ingleses vestidos de uniforme que repartieron frazadas de polar para abrigar a los más mayores.

El cementerio está en una loma rala, a 80 kilómetros del aeropuerto, donde sólo hay turba y frío, a pocos kilómetros de los caseríos de Darwin y de Goose Green. El verde musgo descolorido de la escasa vegetación contrasta con el mar esmeralda a espaldas del cementerio.

Las 230 tumbas albergan 237 cuerpos. Cada una con una cruz de lapacho blanca, adornadas con un rosario y flores artificiales. Un argentino. Sebastián Socodo, se encarga de mantener el cementerio. Sólo 109 tumbas están identificadas, el resto sólo tienen la leyenda "un soldado argentino sólo conocido por Dios". Ahora 24 placas de mármol negro verticales rodean las cruces. Allí están tallados los nombres de los caídos en orden alfabético, sin distinción de grado, porque están igualados en el sacrificio de sus vidas.

Allí lloraba Cristian Ferreyra a su padre. Y recuerda su infancia: primero le dijeron que estaba desaparecido y no sabían si había sobrevivido en una balsa. Pero ahora sabe que tiene un lugar donde llorarlo. "Estar acá me acerca a mi viejo. No tenía nada, ni el cuerpo." El viento helado le lastima el rostro en el cementerio de Darwin, en la isla Soledad.

Lo rodean otros 106 familiares de los caídos de una decena de provincias. Todos juntos habían volado en un Airbus 340 de LAN desde Río Gallegos. Los despidió, emocionada, Cristina Kirchner. Les dio un beso a cada uno.

Megaoperativo
El viaje fue un megaoperativo logístico-diplomático, negociado por la Cancillería, montado por los Cascos Blancos, coordinado por la Comisión de Familiares de los Caídos y financiado por el gobierno argentino. En una semana, volará otro contingente de 207 deudos, uno por cada muerto.

Media docena de ómnibus y Land Rovers civiles los trasladaron al cementerio por un camino de ripio serpenteante que subía y bajaba colinas y cruzaba ríos, rodeados de ovejas y gansos. Muchos gansos. Los familiares estaban ansiosos, exultantes, pero terminaron sollozando sobre sus muertos durante cuatro horas, antes de regresar al continente.

Antes de aterrizar, por la ventanilla, las islas se adivinan como dibujadas en los cuadernos del colegio. Paula Gómez Roca, apoyada en el respaldo del asiento, miraba fijo abajo, pensado en su padre. Se hundió con el Alferez Sobral el 1° de mayo de 1982, en lo peor del ataque inglés contra la flota argentina. Luego, buscaría el nombre de Sergio en el mármol.

Pablo Bolzán, en cambio, mantenía en el vuelo su seriedad de abogado para contar que su padre, Danilo, fue derribado cuando piloteaba un caza A4E. "Para cada uno, cada familiar es su héroe." Su búsqueda lo hizo ponerse en contacto por Facebook con el piloto inglés que derribó a su padre y reconstruyó qué paso. Antes el sólo tenía 11 años y lloraba. Ahora, al llegar al cementerio, también se desarmaría en lágrimas.

Es imposible no llorar en Puerto Darwin.

Nélida Montoya se sienta en una silla para cambiarse el calzado por uno más abrigado. A su lado, en una bolsa, trae un cuadrito con la foto de su hijo Horacio José Echave, un soldadito de 18 años que murió en combate. "No sé si me la van a dejar poner", dice, como en secreto. Pero logra su cometido.

Hincado de rodillas, sobre una tumba las lágrimas brotan e invaden el alma de quien se acerque.

Frente a una cruz, hay un cuadrito depositado con la foto de Echave y una vieja carta que dice: "Te mando una foto mía, y un beso grande hermanito, espero que vuelvas pronto". Nélida lo dejó allí, pero no sabe si es la tumba de su hijo, sino una que adoptó con la placa que dice: "Soldado argentino sólo conocido por Dios".



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