Por Alberto Medina Méndez

La especialidad de la casa.

Seguimos recorriendo tímidamente la manía instalada de esquivar lo evidente, lo que hace que la discusión política sea consecuencia y no causa. Habría que revisar un poco hacia adentro para ver lo que nos pasa. Seguir criticando hacia afuera no nos hace mejores, ni nos acerca a la solución.

No es asunto nuevo. Pero la verdad es que agota bastante escuchar cómo, cierto sector de la sociedad, se queja constantemente sin conseguir mirarse al espejo ni siquiera por un instante cuando, en realidad, buena parte de las explicaciones de lo que nos pasa, está en nosotros mismos.

Lo que elegimos cuando nos convocan a cada acto comicial, es solo el corolario de lo que somos y para nada el origen de nuestros problemas. Los estilos autoritarios, discrecionales y arbitrarios son solo una fiel expresión de nuestro comportamiento socialmente mayoritario y no el arrebato de dirigentes aislados.

La apatía con la que presenciamos los hechos cotidianos no son la consecuencia, sino la causa de lo que nos sucede. Nuestro desinterés permanente es el cómplice necesario e imprescindible de muchas de las aberraciones que observamos a diario.

Queda claro que es más fácil buscar culpables afuera que responsables en nosotros mismos. El deporte nacional es, después de todo, eludir responsabilidades. Rara vez escucharemos a un ciudadano decir que estamos como estamos porque hacemos lo que hacemos. Siempre, encontramos el modo de que algún otro sea el que comete los errores o las imprudencias gravísimas, esas que criticamos y que nos permiten invariablemente excusarnos hasta el infinito y encontrar el argumento justo que nos exculpe de cualquier atrocidad.

Fabricaremos grandes complots, preferentemente internacionales, conspiraciones sofisticadas que involucren a siniestros personajes e intereses ocultos, inventaremos mafias peligrosísimas, le atribuiremos a ciertas corporaciones que solo existen en nuestros delirios alguna elaborada confabulación, y hasta diremos que un perfecto plan perpetrado por los poderosos de siempre, se ha empeñado en hacernos cada vez más ignorantes y construir una industria de la desinformación, para que no podamos reaccionar a sus refinadas herramientas.

De hacernos cargo ni hablar. Asumir que mucho de lo que nos disgusta tiene que ver con nuestra propia inacción, no parece estar en la grilla de posibilidades.

Es que resulta, mucho más fácil, y además menos culposo por cierto, explicarlo todo asignándole a los demás perversas intenciones y ostentosos planes cuidadosamente diseñados. No hacerlo significaría asumir una cuota de responsabilidad que no cabe en la dinámica social de este tiempo.

Nos cuesta visualizar que las ideas que nos gobiernan, son en buena medida, las que defendemos como sociedad, aunque recitemos lo inverso. Queremos que el que detenta el poder formal haga todo, controle cada centímetro de lo que se hace, piense en el futuro y elimine las incertidumbres. Eso implica siempre un Estado enorme, por lo tanto que gaste mucho, que este plagado de empleados y de planificadores iluminados. Y es eso lo que sucede después de todo. Las propuestas de los políticos siempre van en esa línea.

Para ello, ese gobierno precisa recaudar mucho dinero, endeudarse si le falta más e inclusive emitir moneda si algunas de las anteriores se ve limitada por momentos. Los recursos económicos no se inventan, se generan. Alguien, con su trabajo y talento, previamente se esforzó para conseguirlo. Pero para que el Estado, en todas sus formas, pueda hacer la totalidad de lo que muchos le reclaman, tendrá que primero quitar esos recursos a sus dueños, compulsivamente claro, porque si lo hiciera de modo voluntario no serian impuestos sino donaciones.

En fin, la maraña de cuestiones que escuchamos a diario, solo se pueden hacer cuando todo es funcional al objetivo. Lo que tenemos es lo que supimos construir como sociedad y hacerse el distraído no modifica para nada el escenario, ni lo hace más agradable.

Lo que si puede abrir la puerta al cambio es repasar los hechos, y hacer el diagnostico adecuado. Si creemos que llegamos hasta aquí por méritos ajenos, de casualidad, o por alguna fatalidad, estamos en problemas. Un mal diagnostico, nos conduce invariablemente a pésimas decisiones, y fundamentalmente a no resolver las cuestiones de fondo.

A veces pareciera que nos divierte entretenernos, hacer de cuenta que es un juego, en el que somos observadores, meros invitados. Hay que reconocerlo, es mucho más cómodo, aunque tremendamente ineficaz si pretendemos que algún día aparezca el punto de inflexión que nos lleve camino a donde decimos que queremos ir.

La actitud esperanzadora, ese optimismo fundado en el vacío, esa visión de que llegará el líder mesiánico que nos liberará de tantos flagelos, esa mirada romántica y casi de ciencia ficción que sueña con que el héroe, el patriota, llegue un día casi mágicamente es irracional, y solo aceptable en una sociedad algo infantil e ingenua.

El cambio está al alcance de nuestras manos, depende de nosotros mismos, de que revisemos nuestras ideas y acciones, y que nos planteemos, como ciudadanos y no como sociedad, que es lo que estamos pensando y haciendo mal. Mientras ello no ocurra, nuestras posibilidades de recorrer caminos diferentes son inexistentes, y en ese caso, reeditaremos hasta el cansancio nuestro mayor hábito, el de eludir responsabilidades, esa actitud que se ha constituido en “la especialidad de la casa”.


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